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L’ULTIMO IMPICCATO PUBBLICAMENTE NEGLI STATI UNITI: Quasi 20.000 persone si sono riunite per assistere all’esecuzione di Rainey Bethea, costringendo gli Stati Uniti a cambiare IMMEDIATAMENTE le proprie leggi.

L’ULTIMO IMPICCATO PUBBLICAMENTE NEGLI STATI UNITI: Quasi 20.000 persone si sono riunite per assistere all’esecuzione di Rainey Bethea, costringendo gli Stati Uniti a cambiare IMMEDIATAMENTE le proprie leggi.

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La Última Ejecución Pública en Estados Unidos: Cuando 20.000 Personas Asistieron al Final de Rainey Bethea y el País Decidió Decir Basta

El amanecer del 14 de agosto de 1936 marcó un punto de inflexión en la historia penal de Estados Unidos.

Aquella mañana, en Owensboro, Kentucky, se llevó a cabo la última ejecución pública legalmente autorizada en el país: el ahorcamiento de Rainey Bethea, un hombre afroamericano de 27 años condenado por violación y asesinato.

Lo que ocurrió ese día —y, más aún, lo que ocurrió alrededor de aquel cadalso— cambiaría para siempre el debate sobre la justicia, la dignidad humana y el lugar del castigo capital dentro de la sociedad estadounidense.

Un crimen atroz y un proceso acelerado

Rainey Bethea fue arrestado y acusado del asesinato y violación de Lischia Edwards, una mujer viuda de 70 años que vivía sola en Owensboro. La evidencia presentada en el caso incluía objetos personales de la víctima encontrados en posesión del acusado y una confesión. Bethea se declaró culpable.

En virtud de la ley de Kentucky vigente en ese momento, la pena por violación —independientemente del asesinato— podía ser la horca pública, aplicada en el condado donde el delito había ocurrido.

El juicio fue breve y, como solía suceder en esa época cuando el acusado era afroamericano y el crimen tenía características violentas, el proceso estuvo marcado por tensiones raciales. Bethea fue condenado a muerte rápidamente, sin posibilidad real de apelación.

14 de agosto de 1936: una multitud, un caos y una vergüenza nacional

A las 5:32 de la mañana, el verdugo debía accionar la palanca que pondría fin a la vida de Bethea. Pero la ejecución —y especialmente lo que la rodeó— pronto se convertiría en noticia nacional.

Entre 15.000 y 20.000 personas procedentes de Kentucky, Indiana, Illinois y otros estados se congregaron para presenciar el evento, formando una multitud festiva que poco tenía de solemne o reflexiva.

Los periodistas presentes describieron la escena como un “carnaval de muerte”. Hubo gritos, risas, venta ambulante de comida, empujones y desorden general. Algunos incluso intentaron arrancar recuerdos del cadalso después de la ejecución.

En lugar de un acto solemne de justicia, la escena se convirtió en un espectáculo público morboso que horrorizó al país.

La ejecución de Bethea coincidió, además, con un detalle singular e inesperado: el alguacil del condado de Daviess era una mujer, Florence Thompson, una de las primeras mujeres en ocupar ese cargo en Estados Unidos.

La atención mediática se centró en ella —mucho más que en el propio caso— especulando sobre si sería “la primera mujer en ejecutar a un hombre”. Finalmente, Thompson decidió no accionar la palanca, pero esto no impidió que el caos y el sensacionalismo se apoderaran del evento.

El impacto inmediato: el fin del cadalso público

Las imágenes, crónicas y testimonios que circularon por todo el país provocaron una ola de indignación moral. La ejecución de Bethea no generó debate sobre su culpabilidad —esa parte del caso estaba resuelta judicialmente—, sino sobre la vergonzosa conversión del castigo en entretenimiento masivo.

En los meses siguientes, Kentucky eliminó las ejecuciones públicas. Y para 1938, todos los estados que aún las permitían terminaron con la práctica.

Desde esa fecha, cualquier ejecución en Estados Unidos se ha realizado dentro de los muros de una prisión, en presencia únicamente de testigos autorizados: representantes legales, familiares y periodistas seleccionados.

El país había entendido que la justicia no debía convertirse en espectáculo, ni siquiera cuando se trataba de castigar un crimen horrendo. El respeto a la dignidad humana —incluso la del condenado— pasó a considerarse un componente imprescindible del sistema penal.

Una mirada necesaria al contexto histórico

El caso de Rainey Bethea también pone en evidencia un tema imposible de ignorar: el racismo estructural que influía profundamente en el sistema judicial estadounidense de la época.

Los linchamientos y ejecuciones públicas, en muchos momentos de la historia, funcionaron como herramientas de control social contra la población afroamericana, especialmente en el Sur.

Aunque la ejecución de Bethea fue legal y producto de un proceso formal, el espectáculo que la rodeó reflejó una sociedad que aún estaba lejos de aplicar justicia de manera equitativa y digna.

La mezcla entre un crimen real, un acusado afroamericano, un público mayoritariamente blanco y una tradición de castigo público dio lugar a un evento que hoy se recuerda tanto por su violencia como por lo que reveló acerca de una nación en transformación.

Por qué recordar este episodio

Rememorar la última ejecución pública de Estados Unidos no busca despertar morbo ni alimentar sensacionalismo. Todo lo contrario: sirve para comprender un momento en el que la sociedad decidió cambiar. Recordar lo sucedido en Owensboro en 1936 es una forma de:

Honrar a la víctima del crimen, cuya vida jamás debió terminar de manera violenta.

Reconocer la influencia que tuvieron el prejuicio racial y la psicología de masas en la administración de justicia.

Entender cómo y por qué Estados Unidos dio un paso crucial para eliminar la dimensión pública y espectaculada del castigo capital.

El 14 de agosto de 1936 fue la última vez que la luz del amanecer iluminó un cadalso público en territorio estadounidense.

Aquel día marcó el fin de una era y el inicio de otra, en la que la justicia —al menos en su forma oficial— debía volverse más silenciosa, más humana y más consciente de su propia responsabilidad.