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LA ÚLTIMA MUJER AHORCADA EN EGIPTO: Samiha Hamid – La hermosa esposa que no mostró miedo ante la horca – ROMPIENDO 40 AÑOS DE SILENCIO EN EGIPTO (ADVERTENCIA DE CONTENIDO: DESCRIPCIÓN GRÁFICA DE LA EJECUCIÓN)

LA ÚLTIMA MUJER AHORCADA EN EGIPTO: Samiha Hamid – La hermosa esposa que no mostró miedo ante la horca – ROMPIENDO 40 AÑOS DE SILENCIO EN EGIPTO (ADVERTENCIA DE CONTENIDO: DESCRIPCIÓN GRÁFICA DE LA EJECUCIÓN)

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La Última Mujer Ejecutada en Egipto: La Historia Silenciada de Samiha Hamid

Bab al-Khalq, El Cairo – 11 de enero de 1987. A primera hora de aquel domingo, detrás de los muros imponentes de la prisión de Bab al-Khalq, se escribía un capítulo que Egipto no había presenciado en cuarenta años.

Una mujer, apenas treinta años de edad, se encaminaba hacia la horca. Su nombre era Samiha Hamid, y su caso, rodeado de silencio, rabia, culpa y tragedia, continúa siendo uno de los episodios más tensos y debatidos de la justicia penal egipcia en la década de 1980.

Durante cuatro décadas, ningún nombre femenino había sido registrado en los libros de ejecuciones del país. La sociedad egipcia, profundamente marcada por valores conservadores, consideraba extraordinario —casi impensable— que una mujer llegara al patíbulo.

Por ello, la historia de Samiha se convirtió en un hecho que desestabilizó las sensibilidades sociales de la época y expuso una serie de preguntas sobre la violencia doméstica, la desesperación silenciosa y los límites del sistema penal.

Una confesión helada

Cuando la policía interrogó a Samiha tras la desaparición de su marido, esperaba encontrar evasivas, lágrimas o justificaciones. Lo que escucharon, sin embargo, fue una frase escalofriante por su frialdad y claridad:

“Odiaba a mi marido.”

Nada más. No ofreció explicaciones. No aceptó interrogantes. No mostró arrepentimiento.

Estas palabras desencadenaron una investigación que reveló una convivencia marcada por rencores profundos, discusiones que se repetían como un eco interminable y una relación donde, según los archivos judiciales, el afecto hacía tiempo había sido reemplazado por hostilidad mutua.

En algún punto, un acto de violencia extrema puso fin a esta espiral.

Los periódicos egipcios de la época, especialmente Al-Ahram y Akhbar El Yom, publicaron fragmentos del caso que impactaron a la opinión pública. Egipto, en pleno enfrentamiento entre modernización judicial y tradiciones arraigadas, se encontró frente a un espejo incómodo: el de la violencia doméstica y el silencio que la rodeaba.

Un juicio rápido para una sociedad impaciente

La investigación fue breve. La prensa señalaba una clara necesidad de cerrar el caso con rapidez: el asesinato del marido, cometido en un contexto doméstico, fue interpretado como un acto premeditado. La fiscalía presentó a Samiha como una mujer fría, calculadora e incapaz de remordimiento.

El juicio, según documentos parcialmente desclasificados del Ministerio de Justicia, duró apenas lo suficiente para cumplir con los procedimientos. La sentencia fue directa, sin sorpresas: pena de muerte por ahorcamiento.

No hubo apelaciones públicas. No hubo protestas sociales. El caso se hundió en un silencio incómodo, como si la sociedad hubiera decidido pasar página antes incluso de escribir la última línea.

La mañana de la ejecución

El 11 de enero de 1987, Bab al-Khalq amaneció bajo una atmósfera que los guardias describirían más tarde como “densa”, “inhabitualmente quieta”.

Durante décadas, los verdugos egipcios no habían tenido frente a ellos a una mujer condenada. Por ello, muchos esperaban lágrimas, súplicas o un colapso emocional. Sin embargo, lo que encontraron fue lo opuesto.

Samiha luchó hasta el último instante, resistiéndose físicamente a los guardias, lanzando insultos y maldiciones a un mundo que, según ella, le había dado únicamente dolor. La escena impresionó incluso a quienes por años habían asistido a ejecuciones sin pestañear.

Descalza sobre la plataforma de madera, con las piernas atadas y la soga descansando sobre su hombro, se mantuvo erguida, desafiante, incapaz —o tal vez decidida— a mostrar miedo. Su actitud generó en los presentes una mezcla de incomodidad, tristeza y desconcierto.

Varios informes penitenciarios mencionan un silencio total cuando el verdugo dio el paso final. No hubo gritos, no hubo súplicas. Sólo una quietud pesada y un desenlace inevitable.

Con ello, se cerraba una historia que nunca encontró justicia plena: ni para ella, ni para su esposo, ni para la verdad que jamás llegó a esclarecerse por completo.

¿Un caso de odio o una historia de violencia?

Los archivos judiciales presentan a Samiha como una mujer dominada por el rencor. La prensa sensacionalista de los años ochenta reforzó esta imagen.

Sin embargo, organizaciones como Amnistía Internacional, que monitoreaban las sentencias de muerte en Egipto, señalaron la falta de contexto en los casos domésticos y criticaron la rapidez de los procesos judiciales.

En los últimos años, especialistas en criminología han reabierto el debate sobre su caso, planteando interrogantes que jamás fueron resueltos:

¿Sufrió Samiha violencia doméstica previa?

¿Existió un historial de abusos que nunca llegó a documentarse?

¿Actuó impulsada por un conflicto extremo que nunca fue investigado?

¿Se ignoraron testimonios por la presión social o por la rigidez legal de la época?

Hoy, la ausencia de respuestas alimenta la percepción de que la historia fue presentada a la sociedad incompleta, cuidadosamente moldeada para ajustarse a los valores de entonces.

Una tragedia de dos vidas perdidas

Cuarenta años después de la última ejecución femenina, el caso de Samiha Hamid reabrió un debate que Egipto no había querido enfrentar: la violencia de puertas adentro y la falta de estructuras de apoyo para mujeres atrapadas en matrimonios conflictivos.

La tragedia que terminó en el patíbulo no fue sólo la muerte de un hombre ni únicamente la ejecución de una mujer. Fue, sobre todo, la historia de dos vidas consumidas por un conflicto que la sociedad no supo ver, no quiso escuchar o decidió ignorar.

La ejecución de Samiha permanece como un recordatorio frío, pero necesario, de que la justicia no siempre logra comprender el contexto humano que rodea un crimen. Y de que la violencia, cuando germina en silencio, puede llevar a finales irreversibles.

Una página de historia que todavía incomoda

Hoy, la historia de Samiha Hamid continúa siendo un tema del que poco se habla en Egipto. No existen conmemoraciones, no hay reportajes anuales, no hay documentales oficiales. El país parece preferir el silencio.

Pero recordar su caso no es glorificarlo ni justificarlo.

Es, más bien, un ejercicio de reflexión histórica y social: una oportunidad para reconocer el dolor detrás de los titulares, para mirar de frente las fallas del sistema y para comprender el peso que la violencia familiar puede tener en la vida de quienes no encuentran escapatoria.

Contar la historia de Samiha es volver a abrir un expediente que, aunque cerrado hace décadas, aún habla. Y lo hace con una advertencia clara: sin apoyo, sin diálogo y sin mecanismos de protección, la desesperación puede transformarse en tragedia.