La Última Ejecución Pública en Francia: El Caso Weidmann y el Día en que la Guillotina Cayó para Siempre ante los Ojos del Público

El amanecer del 17 de junio de 1939 quedó marcado para siempre en la historia de Francia. Aquella mañana, en la plaza frente a la prisión de Saint-Pierre de Versalles, más de 10.000 personas se congregaron para presenciar lo que sería la última ejecución pública por guillotina en el país.
El ajusticiado, Eugen Weidmann, un alemán de 31 años condenado por una cadena de secuestros y asesinatos, se convirtió en el protagonista involuntario de un episodio que provocaría la transformación definitiva del sistema penal francés.

Aunque la guillotina había formado parte del imaginario público desde finales del siglo XVIII, pocos imaginaban que la ejecución de un criminal en 1939 —en pleno siglo XX, al borde de la Segunda Guerra Mundial— desataría un escándalo nacional y conduciría al fin de una tradición que durante siglos había sido aceptada por la sociedad.

El origen del caso: un criminal internacional y una ola de crímenes que conmocionó a Francia
Eugen Weidmann llegó a Francia en 1937 acompañado de varios cómplices. Durante meses, el grupo llevó a cabo secuestros con fines de extorsión, robos y asesinatos planeados con frialdad. Su motivación: financiar un estilo de vida lujoso, repleto de viajes, fiestas y alojamiento en hoteles caros.
Entre sus seis víctimas confirmadas se encontraban:
Una bailarina estadounidense, Patricia Pearl Jones
Un chofer
Una enfermera
Un agente inmobiliario, entre otros
El carácter internacional de las víctimas —especialmente la joven estadounidense— generó gran atención mediática y una condena pública masiva contra Weidmann. Tras una intensa persecución, este fue capturado después de un intercambio de disparos con la policía en diciembre de 1937. Se rindió, confesó rápidamente y fue llevado a juicio.
En marzo de 1939, el tribunal lo condenó a muerte.
Un castigo ejemplar: por qué el gobierno decidió ejecutar a Weidmann ante el público
En aquel periodo, aunque la guillotina seguía siendo legal en Francia, las ejecuciones públicas ya se habían convertido en una rareza. Sin embargo, la naturaleza sensacionalista de los crímenes de Weidmann llevó al gobierno a tomar una decisión extraordinaria: llevar a cabo la ejecución frente al público como advertencia.
Las autoridades consideraban que la brutalidad de los delitos y el nivel de alarma social justificaban convertir el acto en un ejemplo extremo de justicia. La prensa, que había seguido cada detalle del caso, aumentó la expectación hasta el límite.
Durante la noche previa, el equipo del verdugo instaló la guillotina en la explanada frente a la prisión. Testigos presenciales relataron que incluso en la oscuridad, curiosos se acercaban para observar la estructura de madera y metal que aguardaba el amanecer.
El amanecer del 17 de junio: un espectáculo macabro
A las 4:32 de la madrugada, la puerta de la prisión se abrió. Weidmann apareció pálido, silencioso, custodiado por varios guardias. El verdugo Jules-Henri Desfourneaux, heredero de una larga tradición de ejecutores franceses, realizó su trabajo con eficacia y rapidez.
Pero mientras las autoridades esperaban un procedimiento ordenado, casi rutinario, lo que ocurrió después alteró profundamente al país.
La multitud, que algunos estiman entre 5.000 y 10.000 personas, reaccionó de forma caótica. Algunos espectadores se empujaban para acercarse lo más posible; otros treparon a farolas y ventanas. Decenas de fotógrafos y camarógrafos encendieron luces y flashes. Hubo gritos, risas nerviosas y un clima de histeria colectiva.
El suceso, grabado por cámaras de noticiero y fotografiado por particulares, se convirtió en una pieza de espectáculo. En los días siguientes, las imágenes circularon por París y por toda Francia, provocando una ola de indignación.
Los periódicos denunciaron el comportamiento del público y criticaron al gobierno por permitir que la justicia se transformara en un espectáculo morboso. Políticos, intelectuales y ciudadanos comunes coincidieron: aquella escena vergonzosa no podía repetirse.
La reacción inmediata del Estado: el fin de las ejecuciones públicas
La polémica fue tan grande que, solo una semana después, el 24 de junio de 1939, el gobierno francés emitió un decreto prohibiendo de manera definitiva las ejecuciones públicas en todo el país.
A partir de entonces, las guillotinas serían utilizadas únicamente dentro de los muros de las prisiones, en presencia de un grupo reducido de testigos oficiales. La justicia debía ser aplicada —según defendieron las autoridades— con firmeza, pero también con dignidad.
La ejecución de Weidmann fue así un punto de inflexión: el hecho que empujó al Estado francés a abandonar para siempre un ritual que, aunque arraigado en su historia, ya no tenía cabida en una sociedad moderna.
Después de 1939: la guillotina en la sombra
Aunque las ejecuciones públicas habían terminado, la guillotina siguió siendo el método oficial de ejecución en Francia durante décadas. La última vez que se utilizó fue en 1977, cuando Hamida Djandoubi —condenado en Marsella por asesinato— fue decapitado dentro de una prisión.
Solo en 1981, con la llegada de François Mitterrand a la presidencia, la pena de muerte fue abolida oficialmente en Francia. Este cambio cerró definitivamente un capítulo de dos siglos marcado por la presencia de la guillotina.
Un episodio recordado no para glorificar la violencia, sino para comprender la historia
La ejecución de Eugen Weidmann es recordada hoy no como un espectáculo, sino como un momento de reflexión. Su caso refleja cómo incluso los sistemas de justicia bien establecidos pueden caer en la tentación del sensacionalismo cuando la presión pública es intensa.
El comportamiento de la multitud y la rapidez con que el gobierno reaccionó muestran la profunda contradicción entre la necesidad de castigo y la ética del Estado moderno.
La prohibición de las ejecuciones públicas fue un paso crucial para limitar la violencia institucional y preservar la dignidad humana, incluso en el contexto de crímenes atroces.